Día séptimo...

... las entrañas se me anegan en torrentes de amargura.


CONSIDERACIÓN.- Amargura por haber ofendido a Dios tan bueno, a mi Padre tan cariñoso, tan delicado, que con tanto mimo me ha criado, que no se olvida de mí nunca, aunque me aleje de Él por el pecado... Torrentes de amargura por haber contribuido con mi pecado a acumular la amargura del Hijo de Dios, mi hermano Jesús Nazareno, en los tormentos de la pasión. Él tenía previsto mi pecado...

Pero ¡cuidado! La amargura del hijo pródigo nunca fue amargura de desesperación. Siempre fue amargura abierta a la esperanza.

Miró Jesús Nazareno a Pedro, traidor y cobarde, le miró con indecible amor. La fuerza de Jesús Nazareno que resucita muertos, hizo que Pedro llorara amargamente. Pero, ¡oh poder de la mirada de Jesús!, hizo que brotaran en Pedro torrentes de amor...

Y el amor en estos casos de arrepentimiento, aunque comienza con amargura y dolor, pronto se transforma en un gozo tan exquisito y dulce que es aticipo de la bienaventuranza del cielo...

Después de los pecados bien llorados, después de la amargura en el paladar del alma, renace un regusto por la ternura del Padre, un gozo hasta ahora nunca experimentado, de la familiaridad con el Padre, el Espíritu Santo, y ¡el Hijo, Jesús Nazareno!

Esta es la experiencia de todos los convertidos el pecado a la gracia; convertidos de la lejanía de Dios a la cercanía de Jesús en la Eucaristía... Nos creíamos, pecadores, que en la lejanía de Dios éramos libres... y es ahora, bien arrepentidos, bien confesados en el sacramento de la penitencia, cuando gozamos de la verdadera y única libertad. Libertad en el pecado es burda esclavitud. Sólo hay libertad en el amor que brotó de la amargura del arrepentimiento por haber ofendido a Jesús Nazareno. Jesús Nazareno viendo mi amargura me regala un coraje semejante al suyo para llevar todas las cruces que me vengan y para caminar en la perspectiva de la felicidad que me espera. De alguna manera el gozo del cielo se anticipa en la tierra.